Review: Leaving Las Vegas (1995)

Review: Leaving Las Vegas (1995)

Escrito por Pedrinho

El final de la infancia, la adolescencia y todos los años previos a la caída en la madurez, son terreno abonado para que crezcan los mitos (de hecho puede que hacerse mayor sea ir dejando mitos por el camino). Por ese motivo, las películas que consiguieron impresionarnos en esa época de nuestras vidas quedan marcadas en nuestra memoria para siempre. Y lo hacen de un modo especial, de un modo que cuesta reconocer cuando, pasado el tiempo de los mitos, vuelves a ellas. Para quien esto escribe, "Leaving Las Vegas" (Mike Figgis, 1995) es uno de esos mitos. Uno de los más grandes que pueda existir, por muy extraño que pueda resultar volver a encontrarse con él una vez que el tiempo y la distancia amenazan con resquebrajarlo.

¿Cómo se construye un mito?

Difícil saberlo. Puede que en realidad la construcción de un mito sea un cúmulo de casualidades. Mike Figgis puso en su coctelera toda una serie de ingredientes (un guión basado en una novela autobiográfica, una historia con todo el encanto de la poesía maldita, un Nicholas Cage insultantemente creíble en su papel de alcohólico y una Elizabeth Shue que nos hizo amar sin condiciones a todas las prostitutas del mundo) sin tener la garantía de ser capaz de producir una obra siquiera digerible. Sin embargo, el resultado no fue solo digerible, sino que fue mucho más. Fue un hierro candente que te fundía el cerebro, un tatuaje en tus entrañas, una colección de versos cinematográficos capaces de hacerte olvidar los minutos pasados ante la pantalla.

photo_6471.jpegNicholas Cage y Elisabeth Shue, dos cometas a punto de colisionar en el firmamento de Las Vegas

No, no exagero. Quien esto escribe vio nada más y nada menos que tres veces casi seguidas "Leaving Las Vegas". Lo hizo con la misma intensidad, con la misma devoción, con el mismo dolor incierto en la barriga (no, no me había sentado mal la cena). Tres películas que eran la misma (eso era evidente), pero en las que cada vez una de las piezas de la historia me subyugaba de un modo diferente. Tres reflejos distintos en el mismo espejo. Tres miradas que son la misma, esa que Mike Figgis esculpió a través de los neones de los casinos y los moteles baratos, pero en la que brillan los claros y oscuros de dos personajes que son como un par de cometas a punto de colisionar en un destello de luz inolvidable.

Primer reflejo: Nicholas Cage

Hay actores a los que no deberían dejarles volver a trabajar tras algunos papeles concretos. Tras esas ocasiones (escasas, contadas) en las que son capaces de rozar el cielo, de convertir a un personaje en un mito (otra vez los mitos), alguien debería proponer que les dieran una pensión vitalicia y evitar el riesgo de verlos luego haciendo de convictos en el aire o cosas por el estilo.

Ese es el caso de un Nicholas Cage que protagonizó "Leaving Las Vegas" (Mike Figgis, 1995)dando vida a un guionista que quiere terminar con su vida a base de alcohol, llevándose un más que merecido Óscar por su interpretación. Sin embargo, los premios no serán jamás la verdadera medida de todos esos instantes que nos dejó en la pantalla. La verdadera medida, la única que importa, es la altura que alcanza todo el vello de tu cuerpo cuando sentado en un sofá, con una voz hecha de remiendos, te pide que no le pidas jamás que deje de beber. ¿¡Pero cómo podrías hacerlo!?

photo_2495.jpegNicholas Cage en el mejor papel de toda su carrera

Imposible. Absolutamente imposible aunque lo veas despertar hecho una madeja de temblores, buscando en el vodka con naranja de la nevera (que se derrama por todas partes) un momento de calma. Absolutamente imposible aunque camines con él de la mano por un centro comercial, tropezando con todo, completamente borracho antes de comer. Absolutamente imposible aunque le hagas trizas el corazón a la pequeña Sera metiendo a otra puta en su casa.

¿¡Cómo podrías pedirle que deje de beber!?

Segundo reflejo: Elisabeth Sue

Nuestras condiciones personales (entre las que se incluyen las fisiológicas) mediatizan mucho el modo en que observamos el mundo, los detalles que atrapan nuestra atención. En los días en que se forjó el mito de "Leaving Las Vegas" en mi imaginario particular, yo era un varón (creo que lo sigo siendo) que iba saliendo de la adolescencia a base de ídolos malditos (ya sabéis, el rollo de los Kurt Cobain, Baudelaire y demás por el estilo), con lo que Ben Sanderson (nombre del personaje de Cage) encajaba a la perfección dentro mi galería de héroes. Por eso fue él quien me encandiló tras aquel primer visionado.

Todo cambió sin embargo cuando me lancé a ver "Leaving LasVegas" por segunda vez (la segunda en el mismo fin de semana, no lo olvidéis). En esa segunda visión fue Sera (Elisabeth Shue) quien llenó, casi por sí sola, cada segundo de la película. Sus paseos por la acera con los tacones muy altos, la falda muy corta y la lengua muy larga (¿esto no es de una canción de Sabina?), esa mirada caída en una esquina cuando la echan de un casino por ser lo que es (una puta a fin de cuentas), el modo en el que se aparta el pelo de la cara cuando comienza a amar a Ben (¿hay mayor demostración de la ironía del destino que una puta que se enamora de un borracho suicida como forma de huir de la soledad?), el dolor tanto físico (herida, violada y golpeada) como psíquico (la dependencia) y la crueldad de un mundo para el que es sólo lo que hace (prostituirse) reflejada con la mayor de las precisiones por ese taxista que le pregunta si "ha recibido una entrega por la puerta de atrás" que no esperaba. Sí, es ella, Elisabeth Sue, Sera, y no la Julia Roberts de Pretty Woman, la verdadera novia de América.

photo_6159.jpegLas miradas de Sera son una película en sí mismas

Tercera mirada: la magia de lo maldito

El ritmo, la sucesión de escenas, la alternancia de los neones con la noche de las vegas, esa canción de Sting que comienza una y otra vez,... cientos de elementos de los que vas siendo consciente a medida que vuelves a "Leaving Las Vegas" (Mike Figgis, 1995). Hay muchos momentos inolvidables en esta película (como sucede en los mitos), pero hay dos secuencias en concreto convertidas en toda una epopeya del lenguaje cinematográfico. La primera la encontramos cuando los dos protagonistas están en la piscina de un hotel en busca de una intimidad tan común en cualquier pareja. La segunda es la escena final, un auténtico canto a la derrota como resulta muy difícil recordar otro en una película. Dos borbotones de emoción, dos llamadas desesperadas (¿acaso no oyes el grito en esos pechos de Sera de pezones oscuros tras bajarse el bañador?) en las que el sexo deja de ser placer o trabajo, para convertirse en un intento por mantener a tu lado un cuerpo que se escapa. Un ancla con el que tratar de evitar el naufragio de un barco hace tiempo que ha sido tocado y hundido.

Oh, Sera, pobre Sera. Cuánto lo siento. Siento que tengas que seguir ahí, sola, con el sexo como única forma de entenderte con el mundo. Sé que no es consuelo Sera, pero has sido tú (y también Nicholas Cage, pero a él no voy a decírselo después de ver dónde se ha metido tras dejar Las Vegas) quien ha forjado un mito. Uno levantado hace casi veinte años, pero que se mantiene en pie por el modo en que te apartas el pelo de la cara, por el sonido de tus tacones, por ese collar negro que te pones delante del espejo, por ese bañador que se baja junto a la piscina,...