Cinema Paradiso (Guiseppe Tornatore) es probablemente la película más bonita de la historia del cine. Sí, es un extraño calificativo para una película. Bonito es un cuadro de Monet, o de Gauguin (o de Picasso, aunque con ello entraríamos en debates artísticos que no vienen al caso), bonita es una mujer hermosa, bonito es un paisaje de atardecer, pero, ¿puede ser bonita una película? Quién sabe, pero es lo único que me sale cuando, tras revisionar Cinema Paradiso, me dispongo a escribir esta review y comenzar dándole un adjetivo calificativo a la película de Guiseppe Tornatore. Podría haber usado “emocionante” (o en variante “emotiva”), o “enternecedora”, o “conmovedora”. Pero no, Cinema Paradiso es bonita, no me pregunten por qué, pero lo es.
El joven Totó, interpretado por el niño Salvatore Cascio, contempla los rollos de película con admiración, naciendo en él un amor incondicional por el cine del que no se desprenderá durante toda su vida.
"Dos" Cinema Paradiso
Hasta, como digo, el Cinema Paraíso (o Cine Paraíso) se derrumbó. Entonces, comprendí que en realidad el cine (o la literatura o la música, el arte en general), no es más que un producto de emociones que evoca emociones. Y, atendiendo a la cita del filósofo Heráclito, “nunca te bañarás dos veces en el mismo río”, con el arte ocurre igual: nunca verás dos Cinema Paradiso iguales, ni leerás dos Quijotes iguales, ni contemplarás dos veces el mismo Guernica de Picasso.
He visto Cinema Paradiso (solo) dos veces en mi vida. Tras la primera vez, hace ya muchos años, aún imberbe, la película no me pareció ni la mitad de buena de lo que en realidad es. Quizá por aquel entonces lo que más me interesaban era el cine eran las grandes historias y no las pequeñas historias. Me refiero a esas grandes películas de acción, o de romance, o aquellos grandes dramones. Cinema Paradiso es la historia de la demolición de un viejo cine de barrio en el que un niño creció hasta hacerse hombre. Cuando uno roza la adolescencia, o la traspasa por poco, es incapaz de percibir lo que un espectador adulto percibe durante el metraje de Cinema Paradiso. El único ejemplo que ahora se me viene a la cabeza es utilizando un símil literario.
Cuenta mi padre que él leyó El Quijote dos veces en su vida, una de joven, con mi edad, y luego ya peinando canas, no hace mucho tiempo. Las dos veces —relata— leyó un libro totalmente diferente, aunque no ocurrió el milagro de que Cervantes se haya levantado de su tumba y hubiese reescrito su obra maestra. Hasta este fin de semana, cuando me dispuse a revisionar Cinema Paradiso con mi novia (la primera vez para ella), no entendía muy bien qué quería decir mi padre con aquello de los dos Quijotes.
Tras este último visionado saqué en conclusión que Cinema Paradiso es la película más bonita de la historia del cine. El argumento no merece ser comentado en exceso. En la Sicilia de posguerra, finales de los años 40, un niño despierto y soñador llamado Salvatore Di Vita, "Totó", hijo de un combatiente muerto en la guerra, hijo de una joven mujer viuda incapaz de cuidar del torbellino que tiene por hijo, descubrirá el primer gran amor de su vida en el cine, a través de los ojos de Alfredo (Philippe Noiret), el proyeccionista del viejo cine del barrio, el Cine Paraíso. Cuarenta años después, Totó será un afamado director cinematográfico que le debe todo cuanto sabe al viejo Alfredo, cuya muerte hará volver a Salvatore al pueblo donde se crió, y que abandonó hace treinta años para buscar una vida mejor en la capital.
Salvatore crece hasta convertirse en un adolescente, interpretado por Marco Leonardi, que comienza a hacer sus pinitos detrás de una cámara. Años después, tras abandonar su pueblo natal, se convertirá en un director de éxito.
Una ópera prima irrepetible
Cinema Paradiso supuso la exitosa ópera prima (en 35 mm) del director Guiseppe Tornatore, que recibió, entre otros premios, el Globo de Oro, el BAFTA y el Óscar a Mejor Película de habla no inglesa – mejor película extranjera en el año 1989. Tornatore no volvió a hacer algo como Cinema Paradiso aunque no pocas películas ha dirigido desde entonces, y probablemente se encuentre en aquella lista de directores de un solo éxito, que o bien no han podido alcanzar la calidad de su gran hito o bien este hito es demasiado alto y, por tanto, inalcanzable. Veo a Tornatore en el segundo grupo, aquellos que brillaron tan alto con una sola película que nunca más pudieron llegar a esa excelencia.
Porque la excelencia que alcanza Cinema Paradiso es abrumadoramente superlativa. De cabo a rabo, desde un precioso comienzo a un emocionantísimo final, en Cinema Paradiso el espectador asiste a una suerte de novela lírica, una película que, por primera vez en mi vida, se me parece como la adaptación de una novela que no existe, o más bien parece una película que quiere convertirse en novela. Ese sentimiento que evoca casi sólo lo he vivido en los libros, esa forma de narrar cómo un pueblo era, esa pausa y esa tranquilidad en los planos, tal si como el propio Tornatore (autor del guion original) nos estuviera contando de forma literaria que “la plaza solía ser tranquila durante el día, sólo cuando las mujeres llenaban su cántaro en la fuente”, o “sólo el cine podía hacer que aquellas sencillas personas se convirtiesen en valerosos pistoleros, o viviesen el más emocionante de los amores”. Como lector empedernido que soy (a la par que aficionado al cine) Cinema Paradiso me ha parecido tanto una película como una genial novela que ojalá alguien hubiese escrito.
La más excepcional muestra cinematográfica de cómo pasa la vida
Los paisajes, su exquisita fotografía, los callejones de piedra, la plaza y su jaleo, la vida de un pueblo de la Sicilia provinciana de posguerra, con su ajetreo y sus silencios, la forma en que Totó sonríe cada vez que aprende algo más sobre el cine, los sabios consejos de Alfredo, el cura y su censura, el loco y su anhelo de poseer la plaza en propiedad, las mujeres y sus quehaceres, los jóvenes y el primer amor… Cinema Paradiso es un cuidado detalle tras otro, una composición plural dispuesta con el cuidado de un relojero para evocar en nosotros un sentimiento escondido que sólo trasluce en un maravilloso final. Porque la forma en que Cinema Paradiso emociona no viene a través del drama, ni de la emoción del amor, ni de la emoción de la pérdida, ni de la emoción de la victoria. Cinema Paradiso nos emociona porque es, simplemente, la vida.
El Salvatore adulto (Jacques Perrin) con la nostalgia de volver al Cine Paraíso, contempla emocionado (como emocionado también está el espectador a estas alturas) el regalo póstumo de su querido Alfredo, a quien no veía desde hace treinta años.
La vida. Cinema Paradiso emociona de una manera tan natural porque en ninguna otra película como en ésta, un servidor ha sido capaz de ver pasar una vida como aquí, de ver pasar treinta años de una forma tan real y sobrecogedora. Jamás podré olvidar esa sensación que me provocó la escena en que el gran director Salvatore Di Vita recorre los interiores del Cine Paraíso, donde se crió e hizo muchacho, justo antes de su derrumbamiento. Jamás el cine me evocó esa terrible sensación de nostalgia y melancolía cuando todo el pueblo contempla cómo su cine se viene abajo, y que es casi imposible que no te arranque una lágrima.
El final es extraordinario y supone uno de los más maravillosos homenajes al cine que el propio cine jamás ha efectuado. Porque esta película es un canto al amor por el séptimo arte, en forma de un niño, que luego es muchacho y luego hombre, que dedica toda una vida a su más grande deseo y a su más grande amor. Aún sigo sin saber muy bien cómo definir a esta obra maestra, imprescindible para todo amante del cine. Seguiré haciéndolo tal y como empecé, diciendo que Cinema Paradiso es la película más bonita jamás hecha. No habrán visto otra igual.
Cinema Paradiso (Guiseppe Tornatore, 1988)