No te fíes de las apariencias. Ese es el mejor consejo que podemos darte desde aquí, porque si lo haces, corres el riesgo de perderte muchas de esas sorpresas que hacen que la vida sea algo más que una sucesión de lunes, martes, miércoles, jueves, viernes y fines de semana. La vida, como bien aprendimos con “Pesadilla antes de Navidad” (Nightmare before Christmas, Henry Selick, 1993), es capaz de engañarte, de jugar con tus percepciones y prejuicios para ponerte frente a una joya inesperada. Algo que lograrás, eso sí, si no te fías de las apariencias.
Unas joyas que en ocasiones llegan en forma de película, una de las buenas, de esas que nunca te cansas de volver a ver. De esas en las que da igual que ya sepas el final o cuándo vendrán las risas y las lágrimas, porque más importante que aquello que te cuentan es el modo en que te lo cuentan. Una fórmula sencilla, pero muy difícil de alcanzar, con las que una película como “Pesadilla antes de Navidad” deja de ser eso (una película) para convertirse en un habitante fijo de tu memoria.
La huella de Burton
Lo dijimos al comenzar, no puedes fiarte de las apariencias. Sí, “Pesadilla antes de Navidad” parece una película de Tim Burton, pero no lo es. En realidad el máximo responsable es Henry Selick, aunque cualquiera reconoce la huella de Burton por todas partes, y puede que fuera su presencia la que permitiera que Selick explorara todos esos límites sin que a los responsables de Disney les diera un ataque de histeria y terminaran por capar su creatividad.
La imagen más reconocible de la película
Por suerte no fue así y Selick pudo llevar a Jack hasta dónde quería. Porque Jack, el protagonista, se mueve, sale de su mundo de eterno Halloween para llegar a otro dónde huele a gominola, los adornos no son calaveras y se cuelgan calcetines en la chimenea. Un pedazo de planeta a punto de celebrar la Navidad que no está preparado para recibir a Jack como maestro de ceremonias.
Así, desde el más que interesante diálogo de los opuestos (al menos en apariencia), de la oscuridad frente a la luz, de Jack frente a Santa Claus, de Halloween frente a la Navidad, se arma todo un baile de marionetas, un juego de idas y venidas entre luces, sombras, días y noches, en una coreografía de la que no puedes perderte un solo paso. Porque si te lo pierdes, te has quedado sin ese destello, sin esa porción de magia. Cuando vuelvas la vista, habrá otro destello, otra porción de magia, pero aquella ya la habrás perdido.
La rotura de los límites
Dejando de lado el capítulo de las sensaciones, de las emociones y los deseos que “Pesadilla antes de Navidad” es capaz de crear, está la cruda realidad. Está todo ese virtuosismo técnico sobre el que se sostiene la magia, esa técnica de animación (stop-motion, fotograma a fotograma) de gran dificultad, pero sin la que sería imposible dar vida a Jack, a Sally, a Santa Clavos y a Oogie Boogie. Es así, fragmentados, casi deconstruidos, como sus gestos y sus movimientos parecen todavía más reales. Una curiosa paradoja que nos ofrece la película: a más precisión técnica (más realidad), más imaginación y magia.
¿Santa Jack?
No terminan ahí las piruetas desarrolladas por Selick y todo su equipo. Cada plano es un ejercicio de composición espectacular. No hay elemento al azar, ni secuencias sencillas o vacías. La cámara vuela de un lado a otro, pero no lo hace corriendo o a trompicones, si no en una danza armonizada que pasa de picados a contrapicados. Una sucesión de movimientos que son fruto de todo menos del azar. Cada paso de la cámara surge de un firme convencimiento: llevar al límite cada posibilidad.
Es en ese lugar, una vez superada la línea que marca el límite, como “Pesadilla antes de Navidad” se despoja de su apariencia para convertirse en otra cosa. Tiene piel de musical, pero espíritu de tragicomedia. Apuntaba a los niños y nos golpeó a todos. Se forjó como un proyecto Disney y terminó anclada en el imaginario colectivo. Nació como una película de animación y terminó como obra maestra.
Rotos los límites, queda la belleza
Así, una vez puestas arribas las convenciones, los prejuicios y todas esas cosas que tratan de hacernos creer, por ejemplo, que un anochecer no es más que el paso del día a la noche (eso no te atreverías a decírselo a Jack y mucho menos a Oogie Boogie), “Pesadilla antes de Navidad” se muestra como lo que es, la narración de una crisis existencial, de la necesidad de un cambio, una necesidad tan grande que te impide ver las consecuencias de los propios actos. Menos mal que está Sally para arreglarlo todo, para mantener ese empeño que sólo una muñeca de trapo puede mantener para salvar a Santa Clavos del apetito voraz de Oogie Boogie.
La canción de Oogie Boogie
Al final, es una muñeca de trapo la que consigue devolver cada cosa a su sitio: la Navidad en el mundo de la Navidad y Halloween en el mundo de Halloween. Pero, por suerte, lo que no logra Sally es sacarnos de ese sueño de grises, tonos oscuros, calaveras y marionetas macabras (todo muy de cuento gótico) en el que nos han metido Selick, Burton y todo su equipo. Un sueño en el que no hace falta que huela a bizcocho por toda la casa, que tropieces con bolas rojas o que un árbol enredado en luces de colores te haya ocupado el salón para que reconozcas que estás frente a la belleza.
Una belleza que debe ser el fin último del cine (y también de la literatura), porque ya que nos están contando una mentira, y “Pesadilla antes de Navidad” (Nightmare before Christmas; Henry Selick, 1993) es una mentira, pero una de las más hermosas que te puedes encontrar, ¿qué podría haber mejor que nos la cuenten de esta hermosa manera?