Si uno escribe en Google (el diccionario universal de nuestros días, puerta abierta a todos los rincones del mundo), en ese cajetín blanco capaz de resolver cualquier duda, “definición de tango”, llega, en la segunda entrada que aparece, a una frase como esta:
El tango es un género musical y baile rioplatense, popular en el ámbito urbano de Argentina y Urugual. Su forma musical es binaria (tema y estribillo) y tiene compás de dos por cuatro.
Como suele ser habitual, este exceso de precisión no nos dice, paradójicamente, nada sobre lo que es un tango en realidad. En esta contextualización geográfica y descripción de su forma, no hay un solo apunte sobre el tango en sí mismo, sobre sus peculiaridades, lo que proponen, lo que sugieren o lo que intentan decir.
Por que eso es lo importante: ¿qué es lo que quiere decir un tango
Pintura, música, poesía... y cine, todo cabe en un tango.
Muchas cosas, sin duda, pero por encima de todo, quiere dejar una sentencia clara: la tristeza y el dolor también pueden ser hermosos. Pueden convertirse en un espectáculo para los sentidos, capaces de lograr que no dejemos de (ad)mirar en ningún momento, por muy cruel que sea la historia que se relate, por mucho que duela.
Un sentimiento tan universal, que puede brotar en cualquier parte del mundo
El tango nació en Argentina, o en Uruguay, en esa mirada tan particular que tiene Buenos Aires y los barrios nacidos a los pies del Río de La Plata, en los que el tiempo tiene un discurrir propio y por eso las conversaciones pueden alargarse eternamente, con ese acento boludo, encantadas de hacer de cualquier simpleza un ejercicio de diálogo hiperextendido. Por eso no nos extraña que en esos mismos barrios, en ese Buenos Aires querido, hayan hecho de un baile, de una canción, de poemas adornados con música (¡y qué música!) algo completamente único y mucho más. Porque el tango es eso, pero también mucho más. El tango es argentino, o uruguayo, pero también puede florecer en cualquier parte del mundo (quien lo dude, no tiene más que abrir Spotify y buscar 'Gotan Project' para conocer el sabor y la textura de un tango moderno forjado en París por un argentino, un suizo y un francés).
Sí, el tango puede florecer en cualquier lugar del mundo y puede, además, ser música, pero también puede ser cine. Un objeto con su misma piel, con sus mismas coordenadas (al norte una narración; al sur un juego con los sentidos, al este ese acento propio y al oeste la constancia de un final trágico), con ese mismo gusto por la belleza, por mucho que sea una belleza que duela, que haga daño e incluso llegue a ser cruel. En realidad, el tango nos dice que la belleza es incluso más bella cuanto más duele, ya que a mayor dolor y tristeza, más hermosura. Porque el tango, aunque no lo sepa, cree profundamente en las palabras de Francis Bacon, el pintor británico, que nos aseguró que no había belleza sin dolor.
Una mirada nacida de una historia personal
Y así, con todos estos apuntes culturetas (hoy estamos así de espléndidos y generosos), vemos cómo se forja esa mezcla de música, poesía, pintura, belleza y dolor. Una visión tras la que ya estamos listos para hablar de estos dos tangos audiovisuales que os planteamos: “El Polaquito” (id, Juan Carlos Desanzo, 2004) y “El baile de la Victoria” (id, Fernando Trueba, 2009). Un par de tangos unidos, además de por otros rasgos, por la presencia del mismo protagonista, Abel Ayala.
¿Quién es ese Abel Ayala
Eso es lo que es preguntaréis más de uno. Pues Abel es el Polaquito, el niño que sobrevive cantando tangos de Polaco Goyeneche en los trenes en la sobrecogedora película de Desanzo, pero también es Ángel Santiago, el pequeño ladrón que quiere llevar a Ricardo Darín de vuelta a los robos de cajas fuertes, un aspecto clave para poder completar su particular venganza. Un joven bribón que, sin perder de vista esas cuentas pendientes, aun tiene tiempo para tratar de rescatar a Victoria del delirio en el que se encuentra en la fábula cinéfiloliteraria que Trueba quiso tejer en base a la novela homónima de Antonio Skármeta.
Juntos, pero cada uno con sus fantasmas
Un Abel que hoy tiene casi 25 años (nació el 29 de agosto de 1988) y triunfa en la televisión argentina, pero que ha protagonizado en su propia vida una aventura, cuando menos, igual de dramática que la de las dos historias cinematográficas a las que ha ligado su nombre. Un Abel que salió de su casa con nueve años para hacer ejercicios malabares de supervivencia en los trenes, una casa que más bien era un refugio de primos y hermanos al que sólo volvía cuando sus recorridos por las calles no le permitían ya encontrar algo de comida. Pero en esa casa, por llamarla de algún modo, tampoco había comida, sino más hambre y hasta algunos palos desnortados que sólo buscaban un niño en el que descargarse.
El baile, la única salida
Puede que debido a ese brutal bagaje personal, la historia de “El Polaquito” le sentara como anillo al dedo, pero yo creo que hay algo más, que siempre hace falta algo más que haber vivido en el fango para presentarse ante la cámara y convertir ese fango en realidad. Convertirlo en una historia que sólo podría haber sucedido de ese modo y de ningún otro. Así es como volvemos a encontrarnos hermanados al tango y la película de Desanzo, ya que las dos te hacen creer que sólo podía haber sucedido así, que cuando Gardel cantaba “Por una cabeza”, era sólo por una cabeza, por nada más. Por eso cuando El Polaquito parece ser capaz de salir de ese túnel por el que pasa el tren de su vida, que cuando se ríe al lado de Pelu (Marina Glezer), no hay nada más en el mundo (ni trenes, ni miserias, ni siquiera tangos). Porque esa risa nos contagia, haciendo que también veamos en Pelu al mayor ángel del mundo, cuando para todos los demás sólo es una niña puta, condenada al infierno de una muerte por sobredosis o alguna enfermedad de transmisión sexual antes de cumplir los 20, para quien es imposible llegar a ver el cielo muchos años después.
Risas que se levantan por encima de tragedias
Esa es la misma risa que Abel Ayala es capaz de trasladar a “El baile de la Victoria”, una risa tan abierta que resulta sencillo entender por qué Trueba vio en él al protagonista perfecto para su película. Una cinta, por otra parte, llena de altos y bajos, un título que hay que ver como a un tango, olvidándose del conjunto y centrándose en los detalles, lo que ya, de entrada, es hacer trampa al propio cine. Pero hoy no estamos hablando de cine, hablamos de tangos (así que aceptamos las trampas), y está película de Trueba tiene piel de tango. Tiene la belleza triste del tango, y tiene, eso por supuesto, la tristeza final de un tango. Porque tras el tango sólo puede haber tristeza, por definición. Es igual que el minuto después del orgasmo, ese minuto que, inevitablemente, siempre será triste, no en vano, su definición es esa, la de ser el minuto posterior al tango. Perdón, al orgasmo. Bueno, puede que sean esencialmente lo mismo: belleza, dolor, poesía, tristeza y una risa capaz de levantarse por encima de todo. Incluso de esas lágrimas que, inevitablemente, llegarán al final de estos dos tristes tangos protagonizados por Abel Ayala.
Así que, estáis avisados, al final, habrá lágrimas. Pero de vez en cuando viene muy bien llorar.