Fila 5, butaca 1. Acomodas el trasero en el asiento y picoteas de las palomitas. Mientras las butacas vacías de tu alrededor van llenándose de espectadores, reflexionas sobre El lobo de Wall Street (Martin Scorsese, 2013). Si no tuviese el sello de Scorsese, es probable que no hubieses decidido pagar los más de 8 euros que hoy en día vale una entrada de cine. El género de tipos ricos y las telarañas bursátiles lo inició Oliver Stone con su inmortal personaje de Gordon Gekko (Wall Street, 1987) y quizá hoy parezca algo trillado. Pero Gordon Gekko era ficción y El lobo de Wall Street nos vende las desventuras de un tipo al que puedes buscar en la Wikipedia y descubrir con ese tupé y ese ridículo bronceado artificial. Su nombre es Jordan Belfort y a poco que comiences a escarbar en su historia, antes de decidir "comprar" El lobo de Wall Street, te caerá rematadamente mal. Un caradura sin escrúpulos que estafó millones de dólares a pobres diablos a quienes engatusaba con el dinero fácil de la bolsa. Bonos basura de a centavo, como luego veréis en la película.
El prejuicio inicial es un castillo de naipes
Estás sentado en tu asiento, como decía, y comienzas El lobo de Wall Street pensando que el protagonista, Jordan Belfort, el Lobo, es un tipo que no merece tres horas de tu tiempo, que si no fuese por Scorsese no habrías venido hasta aquí. Cierto. El lobo de Wall Street se nos vende como la historia de un tipo que con apenas veinticinco años ya ganaba cincuenta millones de dólares. Quizá ahí nazca mi prejuicio; un servidor tiene veinticinco años y las pasa canutas para rascar un euro del bolsillo, imagino que igual que la mayoría de vosotros. Cosas de este tiempo. Cosas de un tiempo que, curiosamente, provocaron tipos como el que ahora nos ocupa.
Un maravilloso Di Caprio como Jordan Belfort, un lobo cuyas fauces eran el auricular de un teléfono y su capacidad de convicción para vender bonos basura. Eso tan simple le hizo multimillonario.
Comienzas la película con estos prejuicios y asomas a una pantalla de cine en donde Jordan Belfort (Leonardo Di Caprio) aparece esnifando cocaína sobre un precioso trasero femenino. Aviso a navegantes: apuesto a que no habrás visto película en tu vida en donde aparezca más cocaína, más droga y más prostitutas (no vale tirar de pornografía). Por ahí leí, de hecho, que El lobo de Wall Street tiene el récord de veces que en una misma película se dice la palabra "fuck" ("joder", en español). Más de 500 veces, lo que hace un total de casi 3 veces por minuto. Casi las mismas veces que verás al Lobo o a sus cachorros consumir cocaína o tener sexo con todo tipo de mujeres.
Sí, Jordan Belfort es un estafador, un drogadicto y un putero. Así mismo se vende el propio protagonista con esa eterna voz doblada de Leonardo Di Caprio (José Antonio Macías, quien ha puesto voz al actor desde los inicios de su carrera, en Titanic), en unas primeras escenas que serán para ti como una bofetada. Y es que comienza la película, decía, y en apenas una decena de segundos, casi de inmediato, tu castillo de prejuicios se desmoronará ante un apabullante y magnético espectáculo. Te lo advierto: abrirás la boca y no podrás cerrarla hasta tres horas después. Jordan Belfort te seducirá, te engatusará hasta hacerte comprar bonos basura por valor de 180 minutos de tu tiempo. Y tú tan contento.
Scorsese y la magia en las antípodas de la condición humana
Scorsese vende magia deslumbrante y atrayente en las antípodas del ser humano, en lo más despreciable. Da una capa de glamour y opulencia en donde reina la maldad y la codicia. Enmascara la condición humana en lugar de desentrañarla y convertirla en lección moral. Para quienes conozcan al director neoyorquino, sabrán que no hay lección moral en El lobo de Wall Street como no la ha habido nunca en sus películas. Taxi Driver (1976) era la historia de un tipo que se convierte en asesino (y que acabas deseando que lo haga). Toro Salvaje (1980), la de un boxeador violento y adúltero. Uno de los nuestros (1990), la de un grupo de mafiosos a los que les coges un cariño especial, a pesar de los crímenes que uno tras otro cometen. En Infiltrados (2006), el magnetismo de Jack Nicholson en pantalla era suficiente para que te ganasen sus actos delictivos.
El dudoso don de Belfort hará que esta panda de patanes y pobres diablos se conviertan, en apenas unos años, en multimillonarios.
Mafia, drogas, perversión, su filmografía es la de los excesos del hombre. El lobo de Wall Street es la cumbre: la historia de mafia y excesos más cruel y despiadada de toda su carrera. ¿Por qué? Porque hasta ahora sus protagonistas habían sido hombres de armas, mafiosos con un revólver bajo la almohada, hombres que asesinaban sin pudor, hombres que no habrías deseado ser. Ahora, el protagonista de El lobo de Wall Street es un hijo de la clase media, un pobre diablo que alcanza la cima desde abajo y sin apretar el gatillo.
Mientras los mafiosos y asesinos de sus películas anteriores no dejaban de ser mafiosos y asesinos, y por ello no desearíamos ser ellos a pesar de la atracción que nos suscitan los personajes, sí habríamos deseado, en cambio (en un oscuro rincón de nuestro cerebro, y quien diga que no, miente), ser Jordan Belfort, y la principal reflexión que la película nos hace tener es si nosotros no hubiésemos acabado igual que el protagonista de haber tenido aquel don y haberlo sabido usar como él. ¿Somos todos unos corruptos en potencia? ¿Seríamos unos Jordan Belfort con cincuenta millones de dólares al año?
La cuestión moral de Jordan Belfort
Ahí es donde Scorsese hace de su película una genialidad. A pesar de que comienzas el film sabiendo que el protagonista es un estafador que arruinó a miles de familias, durante la mayor parte del metraje desearás ser él, y asistes a su incesante bacanal y su continuado frenesí con una mezcla de admiración y deseo, sin que ello te lleve a preguntarte si realmente Jordan Belfort es un modelo a seguir o si la intención de Scorsese es convertirlo en modelo.
La sensualidad y el erotismo lo ponen en El lobo de Wall Street una espectacular Margot Robbie como Naomi, la duquesa por la que Belfort dejará a su amor de juventud.
Sospecho que la intención de Scorsese no fue la de hacer de Belfort un modelo sino la de hacernos ver que nosotros habríamos sido él de haber podido serlo. Ahí radica el quid moral de la película, en una crítica sutil no hacia el personaje sino hacia el espectador. ¿De verdad habríamos querido ser Jordan Belfort? ¿Qué clase de sociedad somos si este hombre que aquí se presenta es un modelo a seguir? La clave para hacernos encontrar esta crítica del director neoyorkino no llega hasta el último minuto de la película, en una escena que nos sitúa en un auditorio abarrotado de gente que asiste a una conferencia en la que Belfort les enseña cómo vender un bolígrafo y, en extensión, cómo convertirse en lo que él fue.
Un Belfort que ya fue juzgado y condenado públicamente y que aún hoy sigue dando conferencias sobre cómo convertirse en un bróker exitoso de Wall Street. La intención de Scorsese con El lobo de Wall Street es, por tanto, mostrarnos cuán estúpido es este ser humano egoísta y avaricioso que persigue modelos corruptos, y cuán corrompido es el sistema que hace que tipos sin escrúpulos amasen fortunas.
Sodoma y Gomorra
Fuera de todo concepto moral, del que apenas hemos realizado unas pinceladas, El lobo de Wall Street es una obra maestra visual con un lenguaje moderno que casi podría instaurar una nueva forma de hacer cine. Y ello es aún más sorprendente viniendo de un director que comenzó en esto hace más de cuarenta años. Scorsese es un director de actores y ello demuestra el hecho de que sus cinco últimas películas han estado protagonizadas por Leonardo Di Caprio, al igual que sus primeras obras maestras tuvieron a Robert De Niro como actor principal.
He dejado para el final, como pueden ver, a Leonardo Di Caprio. Espero no equivocarme al decir que ayer asistí a una de las mejores interpretaciones que este par de ojos han podido disfrutar en una pantalla grande. Una interpretación soberbia e intensísima sobre un personaje que va siempre (siempre) colocado y que, por ello, va siempre al límite. Sorprende cómo Di Caprio ha conseguido ser un drogadicto tan sumamente convincente sin (suponemos) drogarse para el rodaje. Su interpretación alcanza unas cotas que aplaudirían Stanislavski, Brecht y todos los teóricos de la escena teatral que reinventaron los convencionalismos en torno al oficio de actor en la primera mitad del siglo XX.
Si la actuación de Leonardo Di Caprio es de matrícula de honor, la de Johan Hill, como su socio y compañero de juergas Donnie, es de sobresaliente.
Por lo demás, El lobo de Wall Street es un frenesí de cocaína, prostitutas y finanzas que dura 180 minutos. Hay escenas que recuerdan a aquello que de pequeño se enseñaba en la catequesis, que Dios mandó destruir Sodoma y Gomorra por la depravación de sus ciudadanos y que sólo salvó a Job. Sodoma y Gomorra aparecen continuamente en la película en esa loca oficina de Stratton Oakmont y en ese yate bautizado como Naomi (en honor a la segunda mujer de Belfort, una guapísima y sensual Margot Robbie).
Hace unos días oí en la radio a alguien que decía que ver esta película era como estar en una fiesta en la que todos tus amigos están borrachos y colocados y tú eres el único sobrio. Es cierto, asistirás a un espectáculo fascinante con el deseo innato de poder transportarte ahí y compartir los excesos de los personajes, unos pobres diablos que tuvieron la suerte de juntarse en torno al más depravado de los personajes retratados por Scorsese en su filmografía.
El Lobo de Wall Street es un frenesí de fiestas descontroladas en las que más de uno habremos querido haber estado alguna vez.
El infierno es para nosotros
Mención especial tiene el largo viaje a los infiernos de un Belfort cada vez más oscuro y solitario, a quien sólo acompaña el sexo y la droga, y a quien ya no se le ve sonreír. A partir de entonces, la admiración por ese chico que se hizo a sí mismo con el dudoso don de engatusar a la gente va desapareciendo, y vas dejando de querer participar en sus excesos. Precisamente, al final ya no hay excesos sino locura. La locura de un hombre que hizo fortuna con castillos en el aire y que tomaron tierra para caérsele encima.
Pero es cierto que el fin de la película sobreviene y acabas lamentándote porque todo este espectáculo se termine. Habrías estado otras tres horas asomado a la ventana de la mansión o la oficina de Belfort, asistiendo a sus excesos.
¿Hay moraleja final? Por supuesto que no. Belfort no acaba por caer en el infierno y sobrevive en la actualidad a base de conferencias en las que enseña a la gente a convertirse en lo que él fue. El infierno no es para Belfort sino para todos nosotros, que hemos deseado ser él durante 180 minutos. Ahí sí es moralista Scorsese, aunque muchos de los espectadores no puedan apreciarlo, pues se quedarán en el lujo, la depravación y el espectáculo visual que supone esta obra maestra del exceso.
Veo que 'El lobo' te ha fascinado igual que a mí. En mi caso no he sentido en ningún momento el deseo de vivir en ese mundo, pero sí que es cierto que la película consigue que admires a Jordan Belfort o, al menos, que te caiga tan simpático que al final cruces los dedos para que no le metan en la cárcel.
Además de la escena del boli que mencionas, también me llamó la atención el viaje en metro del detective, donde ves que incluso a los mejores no les importaría ser corruptos.