El paso del tiempo, a pesar de que como concepto sería una idea que implica movimiento, no es un proceso lineal. No, de eso nada. El paso del tiempo es algo de lo que nos damos cuenta de golpe, como si en un segundo nos hiciéramos conscientes de que han transcurrido veinte años. Un paso del tiempo que, de pronto, te da una bofetada, despertándote del sueño de la eterna juventud. Una juventud en la que te impresionaron películas como “Eduardo Manostijeras” (Edward Scissorhands, Tim Burton, 1990), en la que se forjaron mitos, leyendas y aspiraciones a las que ahora resulta difícil enfrentarse.
Sí, ya han transcurrido más de veinte años del estreno de la que podemos considerar como una de las obras más emblemáticas de un Tim Burton que por aquel entonces aun estaba forjando su nombre. Veinte años en los que nosotros, no el bueno de Eduardo, hemos cambiado, tanto como para que me dé miedo volver a ponerme frente a él. Miedo a que toda aquella emoción, impresión y admiración puedan verse trastocadas con un nuevo visionado. Algo así como tropezarte con aquella chica que te robaba la respiración en el instituto veinte años después... no, nada de eso, los recuerdos son siempre mejores (es lo único que nos queda) que una nueva dosis de realidad.
Por eso hoy vamos a repasar “Eduardo Manostijeras” desde la memoria. Por eso podríamos decir que esta es una review más bien del recuerdo de “Eduardo Manostijeras” que de la propia película. Eso sí, si no la has visto, ya estás tardando en hacerlo, ya estás tardando en forjar tu propio recuerdo de esta obra imprescindible para el o la que entienda el cine como un campo propicio para que crezca la magia.
Un punto de encuentro en medio de tanta diferencia
La fábula adolescente
Si fuéramos capaces de olvidarnos de toda su capacidad de evocación, de la caracterización gótica, de la riqueza de matices visuales, de... en fin, de todo lo que hace de una película de Tim Burton una película de Tim Burton, en “Eduardo Manostijeras” no tendríamos más que otra fábula adolescente. Una de esas tan trilladas de “chico/a diferente” en medio de un mundo que se rige por unos cánones inalcanzables, esos en los que sólo están los “altos/guapos/rubios/morenos/fuertes”, pero que consigue, por alguna casualidad o capricho del destino, darle la vuelta a su condición para verse, por un segundo, en la cima de esa pirámide que no le quería ni como piedra sobre la que levantarse.
Por supuesto, hablamos de una película de Tim Burton, con lo que en vez de terminar con el chico o la chica diferente como rey/reina del baile de fin de curso, con los guapos, hermosos y bien parecidos a sus pies (como sería el caso de una verdadera película adolescente), toca asomarse a la tragedia, porque sólo los finales tristes y trágicos pueden ser verdaderamente bellos. ¿Es eso cierto?
La verdad es que, comparando lo que nos ofrece “Eduardo Manostijeras” con cualquiera de esos productos para chicos de instituto norteamericano, la respuesta resulta algo más que obvia.
El genio en el momento de la creación
El romanticismo de la tragedia
¿Por qué resulta tan atractiva la tragedia? En ello hay un factor psicológico, uno que explota a la perfección Tim Burton. Cuando el final es feliz, de esos con besos y perdices, a nivel mental, se produce el cierre de la historia. Todo termina ahí, no hay más de lo que tirar. Sin embargo, cuando no se produce esa conclusión, cuando los héroes (Eduardo y su princesa) quedan separados, cuando no hay final feliz, a nivel mental la historia sigue abierta, manteniendo su fuente de motivación, siendo una guía para la acción. A fin de cuentas, si no se ha llegado al desenlace ideal, ¿por qué no seguir buscándolo?
De ese modo, la historia de “Eduardo Manostijeras”, es la historia de cada uno de nosotros. Todos hemos tenido o tenemos nuestras tijeras en vez de dedos, todos seguimos buscando nuestro final feliz, confiando en que algún día llegará. Así se mantiene la esperanza para nuestras propias vidas, una puerta abierta a esa culminación, a ese último logro... porque si hasta Eduardo, el Eduardo con armas en vez de manos, de mirada triste, mil cicatrices y peinado imposible (hasta para Robert Smith) hay un rayo de esperanza, ¿por qué no habría de haberla para nosotros mismos?
La belleza de los contrastes
De ese modo, apoyándose en la evocación, en lo que cada espectador añade a la historia, en el juego con los recuerdos propios y las sugerencias visuales, la capacidad de identificación, con... con todo aquello que hace del cine lo que es, algo muy grande que se construye sobre una base física y química (composición, iluminación, grabado, revelado, etc), Tim Burton se eleva sobre la percepción humana para construir una fábula de príncipes y princesas. Un cuento con secuencias de una enorme belleza, en la que el mensaje se arma en base al contraste, al choque de realidades, como esa cena familiar en la que Eduardo toma parte incapaz de manejar un cubierto o el camino al final de la calle de las casas tétricamente iguales se llega a ese palacete tétricamente bello.
No es tan sencillo limpiarse la boca
Aquí vuelve a hacer Tim Burton gala de su gran conocimiento de la psicología humana, a explotar las diferencias y los contrastes, en los que está la base de nuestra capacidad de percepción. Sólo por la existencia de lo dulce reconocemos lo amargo, la luz es aquello opuesto a la oscuridad y lo bello es lo que emerge en medio de la mediocridad. Una concepción de la hermosura como oposición a la normalidad, a lo igual, que nos permite apreciar la belleza de “Eduardo Manostijeras”, al igual que entendemos la que tiene “Las flores del mal” de Charles Baudelaire.
Por eso se han anclado en nuestra memoria los pasos de baile de Winona Ryder bajo esa lluvia de hielo creada por Eduardo Manostijeras, ese abrazo de Eduardo a su creador en el que no puede hacer otra cosa que marcarle la cara, esa huída hacia la celda en la que se ha convertido su palacio, esos cortes de pelo, las figuras arrancadas de los setos,... por eso se han quedado ahí, junto al sonido de los filos de las hojas, al caminar propio de un soldadito de plomo de Johnny Depp, junto a esos escenarios que pasan de los colores fuertes al gris y al negro.
Se quedan ahí, en la memoria que hemos forjado de “Eduardo Manostijeras” (Edward Scissorhands, Tim Burton, 1990), un recuerdo que, como sucede al encontrarnos con aquel antiguo amor de instituto, siempre le gana al reencuentro con la propia realidad. Pero, ¿para qué queremos la realidad si tenemos a Burton para suministrarnos la dosis necesaria de fantasía?