Cualquier conversación, comentario o artículo como este sobre “La naranja mecánica” (A Clockwork Orange, Stanley Kubrick, 1971), debería comenzar poniendo encima de la mesa que no existe una única naranja mecánica. “La naranja mecánica” es una película, por supuesto, pero también una novela. “La naranja mecánica” es una crítica a una sociedad futura en 1962, una que ya hemos dejado atrás en 1995, pero también un exceso visual de contenidos violentos y sexo entendido como arma de agresión. Y, por supuesto, "La naranja mecánica” es un mito que supera todos esos perfiles, pero también es una pieza de culto, con todo lo que ese término conlleva.
La banda de los Drugos sale de caza
Como toda buena pieza de culto, en el que la propia expresión escogida (pieza de culto) delata la configuración en base a la que se ha formado (zonas oscuras, claros, interpretaciones, recuerdos...), ha sido capaz de trascender su propia forma física (en este caso la propia película y, por extensión, la novela de Anthony Burgess), creciendo a partir de un guión, unas imágenes y un audio, para convertirse en un árbol. Un árbol enorme, lleno de enormes ramas a las que se han ido añadiendo hojas y hojas, pero unas hojas impuestas, pegadas, hechas con todas esas cosas que nos han contado, hemos leído o recordamos (si es que alguna vez hemos visto la película) sobre “La naranja mecánica”. Unas hojas postizas, de plástico en definitiva, que pueden llegar a adornar a las mil maravillas, pero poco tienen que ver con el tronco sobre el que se mantienen, y mucho menos con la raíz sobre la que se puso en pie.
Porque, al apartar todas esas hojas, ¿qué es lo que se ve ¿de qué está hecho ese tronco ¿qué fluye por su interior
Hay miradas y miradas
Matices a los que prestar atención
Al igual que un gran tronco de sauce o el de una enorme sequoia, existen multitud de matices, diferencias y rasgos a los que prestar atención, “La naranja mecánica" es todo un universo de estímulos capaces de evocar sensaciones, emociones o impresiones muy distintas. Del mismo modo que un pintor o un biólogo jamás verán el mismo árbol aunque estén el uno al lado del otro y con la vista puesta en el mismo punto (para uno habrá un conjunto de luces, colores y sombras, mientras que para el otro estarán las rugosidades de su corteza o el cálculo de los anillos del interior de su tronco), es complicado que dos de nosotros lleguemos realizar dos miradas iguales a la película de Stanley Kubrick.
Sí, todos sabemos eso de los pijamas blancos con las hueveras, los bombines y los bastones, porque todos hemos visto a alguien disfrazado de ese modo en Carnavales. También todos tenemos claro que hay asaltos, violaciones y una cama cubierta de pechos de plástico, porque esos detalles llaman mucho la atención. Nadie se olvida de ese rostro, bien fijado al cabezal de la silla y con un artilugio que le impide cerrar los ojos, viendo pasar una secuencia violenta tras otra, con el colirio bañando unos globos oculares que tienen impedido el descanso.
Proyecto Ludovico
Todos sabemos eso, pero la mirada de cada uno de nosotros sigue siendo distinta. Esa mirada que cada uno dejamos caer sobre “La naranja mecánica”, le aportará a la propia película mensajes distintos, manías personales, filias, fobias, deseos, intuiciones... todo eso que afectará a lo que nos deje la cinta de Kubrick. Esas miradas afectan tanto como el guión, como los planos, como las secuencias, como el eco de Burguess o la música de Beethoven, porque esa es una de las mayores virtudes de la obra.
Esa esencia camaleónica, cambiante, que permite volver a ella una y otra vez y encontrar cosas distintas. Una serie de cuestiones que poco tienen que ver con las conversaciones ante una mesa a la salida de un cinefórum, conversaciones, muchas de ellas, con tópicos y clichés repetidos... conversaciones equivocados, porque si hay algo que “La naranja mecánica” no es, eso es, sin duda, un tópico o un cliché. Como mucho podría ser un conglomerado de ellos, una bola enorme de clichés y tópicos, todos unidos y pegados entre sí, tan entrelazados que ya, por la propia singularidad de la forma resultante, jamás podrían ser un tópico o un cliché.
Porque ahora venía en mi ayuda una música deliciosa, había una ventana abierta, con un tocadiscos en marcha, y en seguida videe el camino a seguir...
Un gran reto
Por eso nos atrevemos a plantear un reto a todo aquel o aquella que vuelva a acercarse a ella (somos de los firmes creyentes de la secta “con un visionado no basta para ver la luz”) y a quienes la vayan a ver por primera vez. Un reto que implicaría olvidarse de todo lo visto, oído, comentado, dicho o leído sobre “La naranja mecánica”. Todo eso debe quedar fuera, como quien se quita la ropa por completo para meterse en el mar en una noche de verano, completamente desnudo, sintiendo el agua salada de un modo como no lo había sentido, notando su tacto en lugares en los que no era consciente de haberlo sentido antes.
Ahí estaba yo, es decir, Alex; y mis tres drugos, Pete, Georgie y Dim. Estabamos en el Dorova Milk Bar.
Del mismo modo, sin pesos, ropas o mochilas, que por mucho que nos empeños en evitarlo, son como mensajes de nosotros mismos que avanzan por delante nuestra diciendo quiénes somos, de dónde venimos y a dónde, algún día, tal vez llegaremos, completamente desnudos, así debemos sumergirnos en la película. Porque todo eso, las ropas y las mochilas, dan igual, porque la cuestión es que estás allí, desnudo o desnuda ante “La naranja mecánica” y ahí está tu piel contra la suya. Tu piel, única, y todas las suyas, múltiples y camaleónicas, tantas que resulta imposible abarcarlas todas.
¿Qué es La Naranja Mecánica?
Por eso sería recomendable elegir una de ellas, pero sólo una, y agarrarse con fuerza a ese hilo para ver a dónde te lleva y qué puedes sacar de ahí. Tal vez al final de tu hilo te encuentres con “La naranja mecánica” del nadsat, ese lenguaje propio de Álex y sus drugos, donde tienen cabida el 'chavalco' o el 'moloko'. Quizás, en tu caso, "La naranja mecánica" sea la del psicoanalismo, acariciando todos los símbolos sexuales (fálicos y no fálicos) que salpican multitud de secuencias.
O puede que tu naranja mecánica tenga paradas en las visiones futuristas de 1961, muchas de las cuales llegaron a cumplirse y Álex no sea más que la expresión surrealista de un ni-ni cualquiera, capaz de protagonizar un programa de “Hermano mayor” más que pasado de rosca, pero con gustos musicales mucho más refinados. Quién sabe, hasta podría ser una autopsia machista, reconociendo que las mujeres, salvo la madre (siempre la madre), tan solo están ahí para recibir la violencia sexual del hombre. Puede que...
Asaltos, violaciones y una cama cubierta de pechos de plástico... El film de Kubrick, la obra de Burgess, es mucho más que eso.
Pueden ser mil y una cosas, y podrían ser mil y un visionados, porque tras todos ellos habría algo distinto que comentar. Podría ser, incluso, que simplemente no sacaras nada más allá de un rotundo, claro y sincero 'no me gusta'. Porque sí, hasta eso uno puede encontrar al final de “La naranja mecánica” (A Clockwork Orange, Stanley Kubrick, 1971), habiendo dejado atrás el tópico, el cliché o el mito, y quedándose, tan solo, con su propia mirada sobre una película que hace mucho tiempo que es algo más que eso.