No se resulta nada sencillo tratar con seriedad ciertos temas. Por mucho que uno se empeñe, es imposible evitar las risas cuando se suelta un taco, se escapa un pedo o se ve una teta poco disimulada. Por eso celebro por todo lo alto encontrar a quienes son capaces de dejar atrás esas muecas nerviosas o susurros de chiquillos, sacarse de encima esa tontería que nos cubre a todos y abordar uno de esos temas "graciosos" con la misma seriedad que la declaración de los derechos humanos o el calentamiento global.
Porque lo importante, lo que dota de credibilidad y relevancia a un producto final no es el tema que se trate, sino el modo de afrontarlo, la forma en la que dejamos una huella clara y nítida sobre esa realidad. Por eso no pude dejar de gritar al encontrarme con "The Sandman", literatura del más alto nivel por mucho que vaya escrita sobre viñetas, por eso es tan importante lo que logró Christopher Nolan con “El Caballero Oscuro” (The Dark Knight, Christopher Nolan, 2008), una película de las grandes con superhéroes, de esos que llevan los calzoncillos por encima de los pantalones. Por eso no pude dejar de gritar, porque lo importante no eran los cómics, los héroes o los calzoncillos, lo importante era el modo de hablar de esos cómics, héroes o calzoncillos. En el modo está la clave.
La mirada, lo importante es la mirada
En el caso de "Boogie Nights" (id, Paul Thomas Anderson, 1997), en el de Paul Thomas Anderson, el modo vuelve a ser lo importante. No importa que te hayan hablado de ella como una historia sobre la industria del porno, sobre Dirk Diggler, con una rollergirl que no se quita los patines ni para follar y un tipo que se encuentra a su mujer montándoselo con cualquiera (o con varios de esos cualquieras al mismo tiempo). No importa, porque si eso es lo que te han dicho, es que no han pasado de la superficie, porque son de los que se ríen al escuchar un taco en un chiste o de los que opinan que un pedo que se escapa en una cena de familia es lo más gracioso que existe. Si ese es su caso, no me extraña que no hayan apreciado la huella de Thomas Anderson.
Foto de familia
Pero la huella del señor Thomas Anderson existe. Ya existía en aquel entonces, cuando aún no se sabía que sería capaz de orquestar obras como “Magnolia” (id, Paul Thomas Anderson), a la que definirla como auténticamente maravillosa es decir poco, o “Pozos de Ambición” (There will be blood, Paul Thomas Anderson, 2007), pero ya estaba ahí, en cada plano, en cada secuencia, en cada frase del guión y en cada porción del plan de producción. Sí, la huella de Thomas Anderson abarca todas esas facetas, porque su firma llevan la dirección, el guión y la producción, ya que sólo así quiso sacar adelante el proyecto, luego de llegar a un acuerdo con los productores (los que ponían el dinero) en el que se fijaban los 15 millones de dólares como límite de inversión. Unos quince millones muy bien aprovechados, estirados para rodearse de un reparto del más alto nivel y en el que fijó los cimientos de su forma de entender sus primeras películas: una obra firme se asienta sobre cimientos sólidos.
¡Qué fantástica esa fiesta!
Cimientos que en este caso tienen el nombre de Phillip Seymour Hoffman, Julianne Moore, John C. Reilly, Don Cheadle, Heather Graham o Melora Walters. Nombres que aseguran que se comunique algo en cada plano, que cada conversación, cada diálogo, por muy banal que pueda llegar a parecer sea una pequeña porción de una historia. Una historia que puede no tener que ver con la principal, pero que sí es otro reflejo distinto de un mismo drama, por mucho que el rostro que lo carga sea otro distinto. Unos nombres que logran que no haya altibajos en el guión, ya que siempre hay algo a lo que atender, porque a pesar de que Dirk Diggler se tome una pausa en su ascensión a la cima de la industria del porno, en ese camino hay paisajes a los que mirar, porque Little Bill está a punto de caer en el pozo más grande en el que pueda llegar a hacer pie o Scotty J. ha terminado por desvanecerse en su propio desconcierto.
Sólo por seguir su recorrido, o el de Buck Swope, o el del Becky Barnett o el de Rashad Jackson (el de cualquiera de ellos), ya merece la pena la visualización de los 155 minutos de metraje, porque aunque no se trate propiamente de una película coral, lo cierto es que funciona a las mil maravillas como una suma de múltiples partes.
Al otro lado de la línea: el mundo real
Un coro de voces e historias, de idas y venidas, altos y bajos en medio de los que se mantienen tres puntos fijos. Como si fueran tres ejes en torno a los que giran el resto de planetas, los personajes de Eddie Adams – Dirk Diggler (Mark Wahlberg), Jack Horner (Burt Reynolds) y Amber Waves (Julianne Moore) sirven para marcar las relaciones fundamentales de la película. Los tres, como si fueran los tres polos de una familia estructuradamente desestructurada, teniendo en cuenta lo retorcido que resulta mencionar la palabra familia en un entorno como este, donde las conversaciones tratan sobre el porno, el dinero o las drogas. Sin embargo, son una familia, con los mismos miedos y costumbres que cualquier otra, donde cada uno asume sus roles y lo hace hasta el final.
Así, Julianne Moore, es una madre en busca de su hijo, y lo sigue siendo a pesar de su adicción a la cocaína y condición de estrella porno; Burt Reynolds es el padre que observa y decide, el que quiere ver más allá, incapaz de ver el más acá; mientras que Mark Wahlberg seguirá siendo hasta el final ese chiquillo que hacía posturas de Bruce Lee delante del espejo, el mismo que llora cuando su madre le arranca los posters de las paredes, el mismo para el que todo aquello del sexo, el porno y los premios era parte de un juego, una demostración de todo lo que podía hacer (todo lo que creemos que podemos hacer cuando somos unos chiquillos).
Como una madre cualquiera
Así, de la mano de esos tres ejes, con las subidas y bajadas de todos los satélites que los rodean, Paul Thomas Anderson va tejiendo esta historia de soledades en medio de multitudes, en la que apenas hay planos de personajes individuales, pero que cuando te encuentras con uno de ellos aislado es para decirte algo muy serio, algo que va más allá de las palabras, del sexo y de la coca (porque en realidad "Boogie Nights" pasa de ser una historia de personajes de la industria del porno a una de personas arrastradas por la cocaína).
Sin embargo, si hay algo que vas a recordar de “Boogie Nights”, eso, por supuesto, si vas más allá de los tacos, los pedos en cenas en familia y las tetas poco disimuladas, son esas largas secuencias de fiestas en la piscina, donde, en un horno en el que se cocina el menú principal, descubres como se fraguan todas esas otras historias que son clave para que el poso (lo que queda) de la película se convierta en una huella.