En multitud de ocasiones nos hemos preguntado cuánto habrá de historia personal en cierto libro, en cierta escultura, en cierto poema o en cierta película. Sabemos de sobra que tras cada misterio literario, tras un amor cinematográfico o un puñal clavado en un verso no tiene por qué haber una experiencia personal. Sin embargo, viendo (aunque también podríamos utilizar otros gerundios relacionados con los sentidos como: paladeando, escrutando, olisqueando,...) “Lost in Translation” (id, Sofia Coppola, 2003), no podemos menos que asegurar que algo tiene que quedar, ya sea en las historias que se cuentan, en el modo en que se hace o en las sensaciones que se exploran, de esa persona que se esconde tras la etiqueta director, guionista, fotógrafo, escritor,...
Puede que sea un error, pero no parece una locura imaginar a la pequeña Sofia escudriñando esos hoteles de muchas estrellas por los que camina o contemplando el mundo desde la distancia a través de la ventanilla del asiento trasero del coche (delante va siempre el chófer). A fin de cuentas, si su genio y precocidad cinematográfica pueden ser producto de su entorno familiar (no podemos olvidar de quién es hija), no sería menos descabellado pensar que esa mirada que nos ofrece “Lost in Translation”, esas preguntas que va dejando sobre la moqueta o junto a los enormes ventanales y esos choques generacionales entre jóvenes licenciadas en filosofía desubicadas en Tokio y cincuentones que sientan su vejez en el asiento de al lado de su Porsche, son el fruto de una condición económica y una clase social concreta.
Bill Murray, a lo "Sean Connery"
Sí, esa es la conclusión a la que hemos llegado tras una nueva visión de “Lost in Translation” (y van...): esta es una película económica, una obra en la que se muestra la diferencia de clases que sigue, y seguirá por lo visto, organizando el mundo en el que vivimos, una que nos recuerda que hasta las preguntas que intentamos responder (remarcando lo de intentamos) están mediatizadas por los ingresos, los recursos y las posibilidades de cada uno. Es decir, no me hago las preguntas que quiero hacerme, sino las que puedo hacerme en realidad.
Conciencia de clase
Aunque hablar de Marx pueda sonar a barbarie a la hora de revisitar una película en la que aparece Scarlett Johansson, lo cierto es que su teoría nos resulta de lo más útil para ilustrar la última reflexión que nos ha provocado “Lost in Translation”.
Aseguraba el padre del comunismo que había una explicación material (económica) a la propia Historia del ser humano. Una posición que, más que una doctrina, trataba de ser un método para entender los movimientos históricos y que fue recogido por otros pensadores de ramas distintas del conocimiento. Marvin Harris, por ejemplo, desarrolló a partir de esa base el “materialismo cultural”, en el que explicaba diferencias culturales en función de las condiciones materiales (económicas) de cada comunidad.
Una línea que podrías seguir para entender el planteamiento de esta película. Hemos leído en muchas críticas y valoraciones de “Lost in Translation” que en ella se trata la soledad, el vacío, la pérdida y hasta el desarraigo ante vidas que, a pesar de haberse colmado de cosas en lo material, de ser aparentemente privilegiadas, les falta algo. Sí, a pesar de los títulos de Harvard, de los miles de dólares por un anuncio de whiskey, de todo el lujo de un hotel, de los neones de Tokio, del Porsche guardado en el garage y de las llamadas internacionales para preguntar por el color de una cortina, a pesar de todo eso, falta algo. Siempre falta algo.
Dímelo otra vez, Charlotte
Sin embargo, lo cierto es que no es así. A Charlotte (nombre de lo más adecuado para una boca como la de Scarlett) y a Bob Haris (que así llaman en Japón al personaje interpretado por Bill Murray) no les falta nada, lo que les sobra es tiempo. Es ese tiempo, esas horas sin dormir (maldito jet lag), esas conversaciones pausadas en la barra del bar, ese contemplar el caos organizado desde el cielo de su habitación, ese llenar el paso de los segundos, el que hace brotar las preguntas y las dudas.
Si Charlotte y Bob no tuvieran dinero (que es el que compra el tiempo, como bien aprendimos al lado de Momo), si sus horas estuvieran llenas con trabajo extra para acumular una nómina escasa o si la cuestión no fuera “a qué quiero dedicar mi tiempo”, sino una más cruda “tendré algo a lo que dedicar mi tiempo” (recordemos que vender el tiempo es lo que nos da dinero), no habría encuentros en Tokio, ni lentos desayunos o noches tumbados boca arriba sobre la cama, dejando que el sueño llegue por puro agotamiento de la lengua... cuando el agotamiento es del cuerpo más que de la lengua, el sueño llega de lo más rápido, ya estemos en el metro, en el sofá o incluso sentados en el váter.
El brillo de los neones
Es por ese motivo, por el mismo por el que nos fascinaron en su momento “E.T. El Extraterrestre” (E.T.: The Extra-Terrestrial, Steven Spielberg, 1982), “Nueve semanas y media” (Nine ½ Weeks, Adrian Line, 1986) o “El Señor de los Anillos: el Retorno del Rey” (The Lord of the Rings: The Return of the King, Peter Jackson, 2003), por el que nos sedujo “Lost in Translation”. Sofia Coppola habla de otro mundo, de otra vida, de otras preguntas que nosotros, los que no conocemos extraterrestres, los que no podemos entregarnos al deseo durante algo más de dos meses o comprar un billete hasta la Tierra Media, no conocemos más allá de las películas, los libros o los cuadros.
Tan cerca, tan lejos
Así, la ficción pasa a ser un deseo, una porción de irrealidad a la que te transportas durante un par de horas, enfundarse una piel que, como Cenicienta, tienes que abandonar antes de que den las doce. Es ahí, cuando dan las doce, al terminar la película, el momento en el que vuelves a tus condiciones materiales, seguro de que al sentarte en el bar de regreso a casa no beberás whiskey japonés, no habrá destellos de neones, ni se escaparán palabras de los labios de Charlotte (que no lo olvidemos, sigue siendo Scarlett Johansson).
Gracias, Sofia, por habérnoslo contado en “Lost in Translation” (id, Sofia Coppola, 2003). Lástima que las preguntas de mañana, aquí, en la pura materialidad, vayan a tener poco que ver con las tuyas. No es culpa tuya, lo sé, es culpa de las condiciones materiales, de la estructura y la superestructura, de la nómina, de Keynes y de Adam Smith. Es culpa del dinero porque, lo tengas o lo eches de menos, siempre termina siendo parte del problema.