La muerte es parte de la vida, por lo que es inevitable que nos encontremos con ella desde que dejamos atrás el útero materno (día duro, se mire por donde se mire) hasta que terminamos del otro lado, ya esté ese lado en un nicho del cementerio o tras el cristal de un crematorio. Una muerte, por mil veces que tropecemos con ella, siempre ofrece caras distintas. Unos rostros que pueden ser tristes, alegres, decepcionantes, sorprendentes o desagradables. Unos rostros ocultos, que sólo se muestran después de la caída de ese velo, situándonos ante un espejo con miles de reflejos, en el que ni nosotros, los que miramos, ni ellos, los muertos observados, somos los mismos. Y es que la muerte, como la vida, tiene la facultad de cambiarlo todo. O casi todo.
Lo que hay después de un 2 de febrero
Esos múltiples reflejos, esos rostros inesperados y esa punzada, la inevitable punzada que acompaña a la muerte, cobraron vida el pasado 2 de febrero. Cobraron vida con la muerte de Philip Seymour Hoffman, uno de los más brillantes actores de los últimos 20 años. Sí, ya sabemos que frases como estas son fáciles de decir cuando hablamos de los muertos (siempre resulta más sencillo piropear a un cadáver), pero del mismo modo que no lo hicimos en las otras necrológicas publicadas en Spoilercat (James Gandolfini, Heath Ledger, ), la intención no es darle lustre a la figura de Seymour Hoffman. No, no lo es.
Uno más de sus perfiles.
No hace falta que nadie le dé brillo a Seymour Hoffman, al Seymour Hoffman que hablaba, se movía, reía, lloraba y parecía derramarse por sus propios poros al otro lado de la pantalla. No, no es necesario. Todos esos personajes, desde Scotty J. a Art Howe, sirven para que su perfil ofrezca los destellos de la cubertería de la Reina de Inglaterra, así que si alguien tiene dudas sobre su impacto en la historia del cine moderno, sólo tiene que invertir unas cuantas horas, horas bien invertidas por cierto, a ver “Antes de que el diablo sepa que has muerto” (Before the Devil Knows You're Dead, Sidney Lumet, 2007), “Capote” (id, Bennet Miller, 2005) o “Happiness” (id, Todd Solondz, 1998) y no necesitará que nadie venga a hablarle de lo bueno que era. No, ya lo sabrá.
Por ese motivo, lo que toca es hablar de lo que deja un 2 de febrero, un día en el que aparece un hombre muerto. Una muerte llena de desconciertos de entrada, de líneas difusas, pero que con el paso de las horas va dibujando un perfil extraño, plagado de matices turbios, de reflejos desagradables en ese espejo que sólo se ve cuando ella aparece. Esos reflejos hablan de adiciones, de éxtasis de alcohol solitarios, de compras de heroína a pie de calle, de una esposa que te pide que te vayas de casa para que los niños no te vean borracho y drogado... unos reflejos que no paran de hablar, y lo hacen ahora que ha muerto, ahora que aquel 2 de febrero ya no tiene remedio.
Transformación tras transformación
La muerte de un viajante
En ese espejo se escuchan ahora también otras historias, relatos de amigos-conocidos-compañeros que hablan de un Seymour Hoffman, el mismo que nos llevó hasta “El gran Lebowski” (The Big Lebowski, Joel y Ethan Coen, 1998) o que metió a Truman Capote en nuestra propia casa, traspasado por Willy Loman, el protagonista de “Muerte de un viajante”, personaje que interpretó durante buena parte del 2012 en Broadway. Un Willy Loman que, además de llevarlo de la mano a esa cima interpretativa que Seymour Hoffman ya conocía, parece que también le mostró el camino de vuelta a un callejón oscuro en el que el actor ya había estado.
Según leemos ahora (en ese espejo también se ven declaraciones, notas y entrevistas), cargar con el peso de la obra de Arthur Miller terminó por meter a Seymour Hoffman en el agujero del alcohol y las drogas, uno en el que ya había estado en su etapa universitaria. Uno de esos agujeros que siempre creemos haber dejado atrás, pero resulta que siempre están ahí, junto a nuestros talones, listos para recibirnos si damos un paso en falso. Dicen ahora que la inmersión en el alcohol y la heroína llegó con Willy Loman, llevándole al encuentro de un músico y traficante del que también se había hablado en las muertes de Amy Winehouse y Basquiat, que compartían con Seymour Hoffman el talento y un epitafio firmado con heroína.
Con su merecido Oscar
Lo dicen ahora, cuando ese 2 de febrero ya no tiene remedio, cuando no hay vuelta atrás, cuando de Seymour Hoffman sólo queda lo hecho antes de ese día.
Un camaleón con piel de cordero
Es difícil no recordar la primera vez que te encuentras de verdad con Philip Seymour Hoffman. Es un encuentro que deja poso, que nada tiene que ver con esos romances de flechazo y bombazos emocionales. No, lo que te provoca es otra clase de emoción, un golpe más pesado, más constante. Lo suyo no es un aguijonazo, es un pequeño sacacorchos dando vueltas, poco a poco, despacio, sin prisa, pero sin pausa, que no cesa hasta que no lo tienes incrustado en su interior.
Mi primer encuentro con Seymour Hoffman, la primera vez que lo vi realmente fue en “El talento de Mr. Ripley” (The Talented Mr Ripley, Anthony Minghella, 1999), allí, desde su papel secundario, entre el brillo programado de los Jude Law, Gwyneth Paltrow y Matt Damon, aparecía él para hacerte entender el significado de los matices. Bajo una apariencia de normalidad se escondía un animal, capaz de saltar de la banalidad a la agresividad de un segundo a otro, alguien que hacía con la misma facilidad comentarios banales de joven rico despreocupado, como otros en los que marcaba el territorio ante el arribista dispuesto a meter el pie en un cesto que no era suyo.
La palabra de Dios
Ahí, después de ese encuentro, recuerdas haberlo visto otras veces, no sabes dónde, pero sabes que lo has visto. Es sólo que te engaña, que se convierta en otra cosa, que muda de piel, para hacerte pensar que no era él. Y vuelve a engañarte cuando te lo encuentras de nuevo, porque sólo por un minuto dices 'ahí está otra vez', pero enseguida desaparece y se transforma. Aparece Seymour Hoffman y unos segundos después es alguien muy pequeño, casi oculto tras un largo flequillo y con una barriguilla que asoma por encima de sus shorts, el que nos arrastró con él tras el culo de Mark Whalberg en “Boogie Nights” (id, Paul Thomas Anderson, 1997). Más tarde vuelve a aparecer de nuevo, pero sólo por un instante porque ya se ha convertido en ese pozo de comprensión y afecto que es el Phil Parma en “Magnolia” (id, Paul Thomas Anderson, 1999). Esa secuencia, ese salto del aquí estoy yo, Philip, a la pirueta que haga de él el Reverendo Veasey de “Cold Mountain” (id, Anthony Minghella, 2003) o el Gust Avratakos de “La guerra de Charlie Wilson” (Charlie Wilson's War, Mike Nichols, 2007), es la que nos deja cada vez que volvemos a encontrarnos. Un encuentro tras el que siempre nos queda algo, algo que se puede palpar, que podemos sentir junto a nosotros, algo tangible que puede acompañarnos tanto tiempo como ese inmenso "Capote".
Allí, en el fondo de esos ojos azules
La despedida
No volveremos a tropezarnos con él. Ya no estará en otro reparto, en el medio, casi agazapado, esperando a que digas “ahí estás otra vez”, pero sólo para decirte “ya no soy Philip, soy otra cosa muy distinta”. Y es cierto, todo empezaba con ese mismo hombre rubio, pasado de peso, de ojos medio cerrados y manos gruesas, pero eso era sólo el punto de partida, porque lo importante era el destino, ese otro reflejo con el que te engatusaba. Un reflejo que ya no está, que ya no volveremos a encontrarnos tras ese 2 de febrero.