Ya lo comentábamos al hablar de un mito como Grace Kelly, el primer texto de una serie de necrológicas que hoy continuamos, si ya la idea de la 'muerte' resulta un tanto desconcertante cuando se refiere a cualquier persona que conocemos, esa extrañeza aumenta aun más cuando el protagonista de la muerte es un actor o una actriz de cine. Hoy, mientras repasaba noticias que se me habían escapado en su momento, un proceso que en Internet tiene todo el sentido del mundo, pero que en el mundo real no haríamos en absoluto (¿alguno se imagina revisando periódicos de semanas o meses pasados en busca de información ), me encontré con el anuncio del próximo estreno de la última película de James Gandolfini, “Sobran las palabras” (Enough Said, Nicole Holofcener, 2013).
Un grande, construido a base de pequeños detalles
Así, a partir del 20 de diciembre, volveremos a encontrarnos en la gran pantalla con un monstruo del calibre de James Gandolfini, uno de los grandes actores de los últimos años, alguien que murió de forma prematura (¿son todas las muertes prematuras ) el pasado 19 de junio en Roma debido a un ataque al corazón. Un corazón que sólo fue capaz de mantener con vida al señor Gandolfini durante 51 años. Por suerte, el espectacular repertorio de actuaciones que deja a sus espaldas nos ayudará a mantenerlo con vida en nuestras memorias durante mucho tiempo más.Todos somos maravillosos una vez muertos
Siempre resulta un riesgo escribir sobre alguien que ya está muerto. Gran parte de las necrológicas que leemos en periódicos, revistas o webs en las jornadas posteriores al último aliento de una celebridad, ya sea del campo que sea, suelen pecar de lirismo y estar plagadas de palabras grandilocuentes y piropos que, sin entrar a valorar si son ciertos, resultan un tanto sospechosos porque nunca antes (mientras el susodicho estaba en vida) habíamos visto semejante colección de alabanzas. Lo cierto es que al final todo acaba pareciéndose demasiado a un telediario, en el que, tras una muerte trágica, acuden a preguntar a vecinos y conocidos sobre el finado y siempre era una persona estupenda y maravillosa. Debe ser cierto que todos somos maravillosos una vez muertos.
Una imagen inolvidable
Sin embargo, no se trata aquí de hacer un estudio sociológico sobre ese fenómeno, sino de hablar de James Gandolfini. Recuerdo leer en los días posteriores a su muerte, como el creador de la serie “The Sopranos”, David Chase, lo calificaba como un genio. No sé hasta dónde estaría influida esa opinión por el shock post mortem del más grande valuarte de una de las mejores producciones televisivas del siglo XXI, pero a cualquiera que haya visto un par de capítulos de la serie, le queda bien claro el calibre de ese actor de grandes dimensiones, pero construido a base de un montón de pequeños matices.
Una pequeña pieza que se rompe
Personalmente, al que esto escribe, siempre le ha encantado su facilidad para componerse y recomponerse, ofreciendo una sensación de tremenda firmeza (a lo que ayuda su físico), pero amenazando con que una pieza llegue a salirse del engranaje y romperse todo por dentro. En realidad, si lo piensas de un modo especialmente literario, las interpretaciones de Gandolfini podrían ser una metáfora de la vida misma, en la que todo parece firme, inmutable, imposible de cambiar, pero en la que la rotura de una pequeña pieza, un movimiento inesperado o un giro pueden poner todo patas arriba. Un pequeña pieza que se rompe, siendo capaz de poner fin a una vida en un hotel de Roma, cuando apenas tienes 51 años de edad y estás, según los últimos estudios, a unos 25 de alcanzar la esperanza de vida para un estadounidense (al menos si eres blanco y gozas de buena posición económica, criterios que Gandolfini cumplía).
No vamos a seguir ahora con un repaso de sus títulos y momentos de especial brillo cinematográfico, eso es algo que sería fácil de hacer. Sólo hace falta consultar cualquier web dedicada al mundo del cine y echar un vistazo a lo que se dice de las interpretaciones de Gandolfini en películas como “The Mexican” (id, Gore Verbinski, 2001), donde, a pesar de formar parte de un producto prefabricado para hacer coincidir en pantalla al novio y la novia de América (Brad Pitt y Julia Roberts), es capaz de brillar de un modo muy particular, “Marea roja” (Crimson Tide, Tony Scott, 1995), “El hombre que nunca estuvo allí” (The Man Who Wasn't There, Joel Cohen, 2001) o “In The Loop” (id, Armando Iannucci, 2009). Una serie de cintas en las que tanto da la magnitud del papel que interprete, porque cada vez que entra en pantalla es seguro que tus ojos van a ir a parar a su figura, porque tras cada una de sus palabras parece aguardar siempre algo mucho mayor.
¿De esto es de lo que se trata?
La última fortaleza
De todos modos, como hemos dicho, no vamos a centrarnos en sus momentos más celebrados o reconocidos, no vamos a hablar de “The Sopranos” o de su labor como productor. No, lo que queremos es destacar otra película, otra en la que queda claro lo que significa James Gandolfini para la persona tras todas estas letras (y espero que para muchos otros). La película en cuestión es “La última fortaleza” (The Last Castle, Rod Lurie, 2001), un drama de corte bélico, aunque toda la acción queda reducida a una cárcel militar, creada para dar algo más de lustre al ocaso de la carrera de Robert Redford, acompañado de una serie de secundarios de notable nivel: Mark Ruffalo, Delroy Lindo, Cliffton Collins Jr... pero, por encima de todos ellos está nuestro querido James, convertido en la némesis del protagonista, todo lo opuesto a lo que él representa.
Así, mientras el teniente general Eugene Irwin (Robert Redford) representa todo lo bueno y positivo: el honor, la confianza en sus decisiones, aun a costa de desobedecer órdenes (lo que termina llevándole a la cárcel militar tras un consejo de guerra), el héroe en el campo de batalla, el liderazgo, el valor y, aunque eso no se cite, el atractivo físico (a fin de cuentas, el bueno es el guapo, rubio y de ojos azules); el coronel Winter (James Gandolfini) ejemplifica todo lo opuesto: la tiranía, el sadismo, la sumisión a los superiores, pero el abuso de poder ante los subordinados, la cobardía... y además es gordo y feo. Está claro que nadie quiere unir esas dicotomías (bueno y guapo vs feo y malo), pero como casi siempre, el mensaje está ahí, para quien lo quiera ver (sólo hay que repasar las pelis de acción en las que el actor negro, sin contar a Denzell Washington o Wesley Snipes, es el primero en morir).
Dame esa dichosa bandera
Sin embargo, hay otras muchas cosas ahí para quien quiera verlas. Ahí está la facilidad de James Gandolfini para expresar todos los matices de su personaje en una única estancia (su despacho), permitiéndonos verle crecer, perder sus mitos (él admiraba al general Irwin), mostrar sus limitaciones (siempre se comunica por teléfono, sólo se dirige a uno de sus subordinados), sus obsesiones (los recuerdos de unas guerras en las que nunca estuvo) y sus debilidades. Todo ello con su voz y su rostro, porque los planos del coronel Winter son, como muy lejos, de medio cuerpo. Una mecánica muy acertada, porque es así, con esos planos reducidos en los que el tamaño de la figura de Gandolfini parece sobredimensionada, como se transmite mejor los sentimientos del coronel (un rey en su habitación). Sin embargo, en cuanto es obligado a salir, cuando tiene que bajar al patio de la cárcel (un espacio inmenso en comparación con su reino), es obligado a entrar en los planos generales, a estar al lado de otros soldados, y ahí, su tamaño ya no parece tan grande, sino muy semejante al de los demás. Y es así como se pierde, como su sádico control se desmorona, recurriendo a lo único que sabe recurrir, la violencia como método de sometimiento. Pero ahí, fuera de su despacho es pequeño, es uno más entre todos y su irreal poder se desmorona, arrastrándolo con él.
El cine no es sólo para los más guapos
Todo eso es lo que nos da James Gandolfini (el gordo, feo y malo), mientras Robert Redford (el otro, el guapo y bueno) recorre toda la película con la misma expresión en la cara, desde el primer minuto al último diciendo en cada plano “yo sé más que tú y el tiempo me va a dar la razón”. Todo a su alrededor son alabanzas, personajes que acuden a darle más brillo, escenarios que cambian... todo evoluciona, pero el guapo y su expresión siguen siendo la misma, incluso estando caído bajo la dichosa bandera (no puede faltar una bandera yankee en una película bélica). Por eso nos quedamos con el otro, con el gordo, feo y malo, porque en él hay mucho más. Por eso nos quedamos con James, porque aun sin ser el guapo, rubio y de ojos azules, es capaz de ganar en cualquier duelo interpretativo y demostrar que el cine no está hecho sólo para los animales más atractivos de la especie humana.
Te echaremos de menos
Por eso seguimos maldiciendo que te hayas ido, no porque ya no haya otro Tony Soprano como tú, sino porque nosotros, los que somos bajos y feos, morenos y feos o gordos y feos, siempre estaremos de tu lado, porque nos has hecho creer que la victoria también es posible para nosotros.