Un sábado por la noche puede traerte muchas sorpresas. Incluso si ya has dejado atrás los años de fiesta, copas y miradas indiscretas. Un sábado por la noche puede traerte “Reservoir Dogs” (id, Quentin Tarantino, 1992) en uno de esos múltiples canales que pueblan la televisión sin que tengas muy claro que entre todos ellos sean capaces de sumar un único canal decente. Pero bueno, si pueden poner en tus manos la que podemos definir como la mejor opera prima de la década de los 90, tal vez el futuro aun nos deparé algo mejor que un recorte a nuestras manos y piernas porque tenemos extremidades por encima de nuestras posibilidades.
Un escritor en vez de un director de cine
Tal vez sea por el tiempo pasado, nada menos que veinte años desde su estreno, pero lo cierto es que la vuelta a un clásico, y “Reservoir Dogs” lo es, siempre te deja nuevas lecturas. Puntos de vista que cambian con cada nueva visión, como si la película tuviera una piel de camaleón que te ofrece colores y formas distintas cada vez que vuelves a ella (recordemos que es sábado por la noche, pero en esta ocasión no he bebido de más). “Reservoir Dogs” es Quentin Tarantino, lo que hemos dado en llamar una película de Tarantino. Un Tarantino responsable de cada milímetro del metraje, del guión, de la mirada y de poner un sello particular a cada plano, como si les añadiera una marca de agua con la que, desde ese 1992, puedes reconocer otras escenas y formas de hacer películas que no habría mejor forma de definir que diciendo “en plan Tarantino”. Esa es su gran legado como director.
Lo que puede haber en un maletero
De todos modos, Tarantino no es un director de cine. En realidad Tarantino es un escritor, un escritor que no cubre de letras hojas y hojas, si no que llena planos de palabras y arma guiones como si fueran un libro, siguiendo las mismas normas imprescindibles para una buena novela. Sí, Tarantino es un escritor, pero uno de finales del siglo XX, de esos que escriben sin libros para lectores que no leen libros, si no que prefieren ver la película o leer hipertextos, vínculos y enlaces en vez de párrafos y capítulos.
Sí, Tarantino es el escritor ideal para los que no leen libros. Golpe inicial y rotura de la línea de tiempo “Reservoir Dogs” lleva a la gran pantalla las mismas claves que podemos encontrar en un buen libro. Ahí radica la originalidad de su propuesta (hacerlo en otro tipo de lenguaje) y su trampa (el método está más que probado). La secuencia inicial cuenta con todos los ingredientes de un buen primer capítulo de una novela. Tarantino se olvida de esos lentos comienzos habituales en el cine, en los que los directores se aprovechan de la paciencia del espectador, sabiendo que tras haber pagado un buen dinero por la entrada, malo será que dejen la sala a los primeros minutos. Para él el reto es el mismo que afronta un escritor, consciente de que un lector puede dejar el libro tras los primeros párrafos si no has conseguido engancharlo (nada más sencillo que dejarlo en un rincón y no volver a abrirlo), así que no hay tiempo que perder.
Una escena inicial en la que ya se presentan las dificultades de los protagonistas, en la que algo ha salido mal, hay preguntas, hay una huída, un robo, el recuerdo de disparos y sangre. Mucha sangre. Porque la sangre cumple en las películas de Tarantino la misma función que para otros el sexo o los tacos en medio de un chiste. Es un modo de llamar la atención, de mantener la vista en una escena en la que te quiere contar más cosas. Un relato que va armando empezando por el final, con diversos saltos atrás, presentando a los personajes de forma individual, a pesar de que una historia sea inevitablemente una cuestión de relaciones. Una línea de tiempo rota de un modo al que estábamos acostumbrados en la literatura, pero no tanto en el cine. El uso de los títulos, de los carteles marcando el inicio de cada capítulo, las idas y venidas, el peso de los diálogos,... todo para formar una novela visual que, en vez de encontrarla en la estantería de una librería, nos llega a través de la pantalla un sábado por la noche.
Señores de colores vistiendo de negro
Cine de género particular
Cualquier jugador de fútbol o de baloncesto sabe que tras los regates espectaculares, los pases por la espalda y las filigranas, hay muchas horas de entrenamiento. Mucho antes de los alardes y los gestos para la galería, están los fundamentos y la base técnica. Tarantino, como tipo listo que es, no se olvida de esa máxima y utiliza como base para “Reservoir Dogs” el cine de género. Así, armando su obra sobre lo que serían los cánones del cine negro, puede llevar a cabo sus piruetas, sus alardes narrativos y sus puntos y seguido. Lo hace porque así hay un suelo firme en el que poner los pies tras cada salto, así se minimiza el riesgo de perder la referencia y terminar confundiendo al espectador. A fin de cuentas, todos buscamos referencias conocidas al entrar en un territorio extraño. Así es más fácil avanzar y entender las señales.
Tarantino se apoya en el robo, en las pistolas, los trajes, los diamantes, los policías, los ladrones, los chivatos, los disparos,... todo lo que uno espera de una película de cine negro, pero lo plaga de pinceladas de eso que podemos llamar “el color Tarantino” (un color eminentemente rojo sangre). Por esa vía, entran las canciones (imposible entender la pegada de sus películas sin sus bandas sonoras), esos diálogos que rozan el surrealismo, la violencia incluso gratuita (lo de la oreja es un exceso), las porciones de la historia que es necesario ir ensamblando como si de un enorme mecano se tratara. Porque Tarantino, como buen escritor, le exige al espectador. Le pide, como si estuviera leyendo un libro, que recoja datos, que interprete, que haga elucubraciones, que apueste,... que esté activo, que no se duerma en la butaca tras haber pagado su entrada.
Los mismos ojos, distintas miradas
El apoyo en el cine negro que realiza Tarantino en “Reservoir Dogs” va más allá de los trajes, las pistolas y el robo. Como sucede en los títulos clásicos del género como “El Padrino III” (Mario Puzo's The Grandfather Part III, Francis Ford Coppola, 1990) o “Camino a la Perdición” (Road to Perdition, Sam Mendes, 2002), abundan los planos fijos, los primeros planos y la clásica secuencia de la tortura, con el secuestrado atado a una silla en medio de un almacén, un garage o una nave industrial. Elementos habituales, pero que a través de la óptica de Tarantino llegan a parecer distintos, producto de otra mirada.
Una imagen para toda la vida
Los primeros planos están rotos por la sangre abundante y por los gestos discordantes de los protagonistas. No hay que perderse cada uno de esos planos protagonizados por el Sr. Blanco (Harvey Keitel) y el Sr. Naranja (Tim Roth), tirados en el suelo, con el peine, con la pistola y con la sangre en las manos y la cara. Ellos son el principio y el fin y ya justifican, por sí solos, el buen nombre del señor Tarantino en la historia cinematográfica.
Su huella, sin embargo, va más allá. La vemos en esos planos fijos que parecen desencajados, en los que los actores, en muchas ocasiones, no ocupan un puesto central, dando un peso casi desmesurado al escenario y al resto de los elementos. Toda la secuencia de la conversación entre Harvey Keitel y Steve Buscemi es un ejercicio de estilo, una forma de plasmar una mirada propia en una trama repetida en cientos de ocasiones. Miles de veces habíamos visto a dos ladrones tras un robo fallido, excitados, con pistolas y manchas de sangre, decididos a dar con el delator. Muchas veces, pero ninguna desde el fondo de un pasillo del que sólo se ve una porción del cuarto en el que se encuentran, interaccionando con una pileta y un espejo.
Lo dicho: los mismos ojos, el mismo escenario, la misma historia, pero una mirada propia y distinta a las demás. Otra vez vuelve la literatura, porque todas las historias han sido ya escritas, ahora lo único posible es hacerlo de un modo diferente al que hayamos conocido. Y en eso es todo un maestro el señor Tarantino, todo un escritor en páginas que se mueven a veinticuatro fotogramas por segundo.