Seguro que muchas veces te has preguntado cómo se da uno cuenta de que se ha hecho mayor. Aquí tenemos una respuesta de lo más sencilla: lo sabes cuando a la pregunta de “¿Quién quiere vivir para siempre?”, tú gritas “yo no”. Es en ese momento, cuando te has hecho mayor, cuando el rollo de la inmortalidad, que como concepto en abstracto puede parecer atractivo, pasa a ser una condena más que un regalo. Una condena que hay que cargar para siempre, quieras o no, tal y como aprendimos hace ya mucho tiempo, cuando vimos por primera vez “Los inmortales” (Highlander, Russell Mulcahy, 1986).
Una primera visión, allá a finales de los 80, cuando apenas había canales en televisión y los reproductores de vídeo no eran un bien para todos los mortales, de esas que dejan una huella, de esas en las que te encuentras a ti mismo, un tiempo después, blandiendo una espada imaginaria en lo alto y esperando la descarga de un rayo que prolongue tu vida. El sueño de un niño que entendió lo que podía significar vivir para siempre de la mano de “Los inmortales”, siguiendo el paso a través de los siglos de Christopher Lambert, Sean Connery y ese Kurgan (Clancy Brown) que amenazaba con cortarnos a todos la cabeza.
Kurgan, no me cortes la cabeza
El espacio y la iluminación
No intento desentrañar los gustos del público, no creo que sea esa una actividad de la que pueda sacarse nada de provecho, pero en ocasiones te preguntas qué puede llevar a una película al éxito o a la indiferencia en su estreno en las salas de cine. Está claro que el sexo atrae, pero eso no lo explica todo. En “Los inmortales” no hay sexo, bueno al menos no sexo explícito, pero no podemos achacar a eso la poca repercusión que tuvo en la gran pantalla, sobre todo teniendo en cuenta que más tarde, cuando llegó al vídeo doméstico, sí que se forjó el nombre que le correspondía. Un buen nombre de lo más merecido, por cierto.
A quien esto escribe, le parece una aberración que no se hubiera apreciado en la gran pantalla (desde aquí pido ya una remasterización de “Los inmortales” para el cine) este tremendo ejercicio de comunicación llevado a cabo en la película por medio de los espacios y la iluminación. Unos espacios (los verdes y azules interminables de las Highlands, por ejemplo), unos días y noches, unas luces,... todo un juego de claros y oscuros (la clásica, pero muy explicativa, dialéctica entre la luz y las tinieblas) que sirve como nexo para una narración armada en base a saltos temporales, pero en la que no hay posibilidad de pérdida, porque está claro el entorno en el que se mueve cada una de esas épocas.
Atiende a lo que digo, pero escucha a tu entorno
Una forma clara y directa, utilizando todas las herramientas al alcance de un narrador audiovisual, un contador de historias que no necesita verbalizarlo todo. No, no lo hace, porque resulta mucho más interesante hacer algo que decir cómo lo haces. O cómo lo harías, con lo que todo queda en una posibilidad. Pero “Los inmortales” no es una posibilidad, es un producto tangible, cine que envuelve, en el que el mensaje te llega a través de los diálogos, de los entornos, de la iluminación, de los mitos (hay mucho de juego con los mitos en la película) y de los rostros. Unos rostros que merecen un comentario aparte. Y a eso vamos.
El rostro y las emociones
Hablábamos al comienzo de esta review de esas señales que te hacen ser consciente del tiempo pasado desde tu nacimiento (no una eternidad, pero sí ya unas cuantas décadas), otra de las cuales la tienes cuando puedes decir en una conversación que tú viste a Christopher Lambert de joven. Bueno, no sólo lo viste, si no que lo viste marcarse una interpretación de esas que no se olvidan. Sí, estás seguro de eso y lo dices en voz alta en esa conversación (cinematográfica, se supone). Ahí es cuando te miran raro, con esa expresión en los ojos que te grita: ¡explícate porque eso sólo puede salir de la boca de alguien muy loco!
Lambert en la cima de su carrera
Y te explicas. Te explicas y les pides que te citen a un par o tres de actores (actrices también valen) que transmitan la misma sensación de vitalidad, alegría y pasión por su amada que ese Connor MacLeod desterrado pero feliz en el exilio de Glenn Cloe, corriendo por la playa tras Juan Ramírez a caballo o mirando como si no hubiera nada más en la tierra que ella (bueno, cogiéndole el culo también), que Heather MacDonald (Beatie Edney).
Porque Connor MacLeod transmite vitalidad en cada uno de sus gestos y sus acciones, un entusiasmo que sólo pueden mostrar aquellos que saben que la vida puede terminarse algún día. “Oye, pero ¿MacLeod no era inmortal?” Sí, lo es (contesto muy tranquilo, ya esperaba esa pregunta), pero eso no tiene nada que ver. “Ah, ¿no?” No, porque una vez que se termina la alegría, la ilusión, el amor, la risa,... una vez que todo eso no está, ¿puede llamarse vida a lo que nos queda?
Yendo más allá aun, en ese caso “¿Quién quiere vivir para siempre?”.
La música y la inmensidad
Una pregunta que nos lleva al último apartado de esta review, un apartado en el que no vamos a hablar de cine, si no de música (ya está bien de hablar de cine, ahora les toca ver la película y dejar de parlotear). La verdad, resulta imposible mencionar “Los inmortales” sin hablar de esa tremenda banda sonora gestada (aunque a mí me gusta más la palabra forjada en este caso) por Queen para acompañar todos esos años de vida de Connor MacLeod. Unos temas como “Who wants to live forever?” o “Princess of the Universe”, que debes escuchar con los ojos cerrados, tumbado y con los brazos abiertos. Ese será el momento que más cerca estarás de la inmortalidad.
¿Quién quiere vivir para siempre, Freddy?
Y entonces ya dará igual si te has hecho mayor o si viste “Los inmortales” (Highlander, Russell Mulcahy, 1986) en televisión, en una época en la que no existían Youtube (donde, por cierto, hasta Queen tiene una canal) ni las descargas de películas, dará igual porque nadie borrará de tu memoria esa espectacular secuencia del enfrentamiento entre Kurgan y Juan Ramírez finalizada con la descarga de un rayo en lo alto de las escaleras de piedra, bajo un cielo de un negro imposible. Dará igual porque sabrás que no hace falta el 3D, los robots que hablan o las heroínas de tetas neumáticas para hacer magia.